Thursday, March 6, 2014

Las armas del diablo


Juan abrió la puerta de su hogar lentamente para disminuir el miedo que lo inundaba al pensar en lo que se encontraría del otro lado. Sabía, perfectamente, que, después de la gran explosión, afuera, nada era como antes. Agradecía al cielo y a todos los santos, con su Colt en mano, que su hogar hubiese resistido, que no hubiese caído como había oído desplomarse edificios y casas vecinas.

En su casa, todos estaban bien: él, la pequeña Clara, su rubia, tierna y bella hija de cuatro años y su esposa, Ana. Nada les había ocurrido, pero el temor a otra explosión, y a la locura que se había desatado en las calles, le había hecho tomar la precaución de encerrarse lo mejor posible para que nada les sucediera.

Sin embargo ya habían pasado ocho días, los víveres se habían acabado hacía dos y el hambre los empezaba a acosar como una bestia, necesitaban alimentarse.

En esos días de encierro sólo habían podido enterarse del afuera por los ruidos del exterior: balazos; gritos de niños, mujeres y hombres; golpes y choques de autos; aullidos de perros; miles de sonidos que exasperaban los nervios. La tele, al igual que la radio y el teléfono, habían dejado de funcionar al instante de culminada la explosión. El encierro y la incomunicación en ese periodo de ocho días, habían alterado el viejo humor tranquilo de Juan, convirtiéndolo en un ser inestable y fácilmente irascible. Algunas noches, se había despertado gritando y sudando, aterrado, nombrando a sus amigos y parientes de los cuales no había tenido ni la más mínima noticia.

Clara, que dormía en la misma habitación que sus padres y se levantaba de su colchón al escuchar que su padre se desesperaba y abrazándolo con fuerzas y, entre llantos, trataban de calmarlo para que volviera a dormirse con las canciones que alguna vez su madre le había cantado a ella para dormirse. Cuando ya lograba serenarse, Ana le acariciaba el cabello en silencio, sin amor, porque aquél se había agotado en los primeros tres días, bañados de discusiones sobre qué hacer, si salir o no, si arriesgarse solo o protegerlas. La fricción de tres días había desgastado más la relación que décadas de casados.

Sí, Juan agradecía al cielo que estuviesen vivos, sí, a Dios, pues antes había sido un fervoroso creyente. No obstante, ante la reclusión, la incomunicación, el miedo y el hambre, le resultaba ridículo y sentía tambalear su firme estructura teológica. Por esa razón, había decidido dejar de rezar y salir a buscar el arma que había comprado y guardado en un cajón bajo llave para seguridad familiar. Aún con sorna, recordaba cuando, al traer la Colt al hogar, su mujer se había horrorizado y le había profetizado la trillada frase de que “las armas las carga el Diablo”. No le dio importancia, pues pensaba que jamás la usaría a no ser que se presentase una situación extrema. Y así había sido, por largos años, su vida de tirador había muerto en el Tiro Federal. Sin embargo, había llegado el momento, quizás debería disparar contra personas para asegurar el alimento de su familia, y sintió temor ante la idea de hacerlo si algún loco se le acercaba… si cualquiera se le acercaba… en esas situaciones nadie era de confianza… ni el vecino.

Finalmente, la puerta se abrió por completo. Luego de ocho días de encierro, Juan volvió a ver el cielo por primera vez sin la obstrucción de un vidrio. Observó el firmamento azul, teñido de rosa y naranja, el atardecer más lúgubre y colorido que podía recordar. En la calidez del umbral, acarició el arma, sabía que su mujer y su hija estaban a resguardo, encerradas por la segunda puerta del comedor, jamás las hubiese dejado desprotegidas. Respiró hondo, se persignó y salió a la calle a buscar provisiones.

Todo, destruido. La soledad, total. La ciudad, escombros. La única casa en pie, la suya. Se estremeció de terror, de tristeza y de compasión por los muertos. Empuñó más fuerte la Colt. En las veredas, entre grandes escombros de metal y cemento, brotaban manos bañadas en sangre, piernas rotas, cabezas estalladas. No había ni el más mínimo rastro de vida, todo era muerte, desierto, ruinas, chatarra de automóviles, soledad. El panorama era un infierno. Sus ojos no tardaron en llenarse de lágrimas y las ganas de vomitar a causa de los fétidos olores de los muertos ¿Qué hacer? ¿A dónde ir? ¿A quién recurrir? Con tal destrucción no reconocía las calles, las avenidas, las veredas. Nada quedaba en pie, todo era muerte. Sintió, triste, que todo estaba perdido.

Caminó desolado por varios minutos hasta poder hallar un sitio en pie a alguien vivo. Le pareció que habían transcurrido meses, años, siglos desde que se encerró con su familia, desde aquella última vez que había vuelto de trabajar del banco. No comprendía cómo una explosión podía causar tal destrucción. ¿Cuál era el fin, el maldito sentido de un ataque así si no habían invasores ni gente viva a la que someter? ¿Habría sido algún país del norte?, ¿europeo? ¿Por qué razón había sucedido eso? ¿Por qué Dios hizo al humano tan imperfecto y tan influenciable al poder y la guerra? Esas preguntas eran una gran maraña sin respuestas que anidaba en su cabeza y comenzaban a enfermarlo a medida que veía en la calle cuerpos de niños muertos, de bebés en sus carritos, esqueléticos, rojos de sangre, plagados de moscas.

Recién, en media hora de marcha, halló, milagrosamente, si se puede usar esa palabra dentro de ese averno, un edificio, un supermercado en pie. El sitio tenía los vidrios rotos, había changuitos, cerca del ingreso, volcados en el suelo. También observó cadáveres que parecían haberse dado muerte en una querella por alimentos. Escuchó ruidos a lo lejos y sintió que debía actuar veloz, tomar todo lo que pudiese y huir de allí para darle la triste noticia a su familia de cuál era la situación en el exterior, en la nada.

Ingresó con la Colt en alto. Maldijo el sentir tanto miedo por no haber disparado nunca sobre ningún cuerpo. El pensar que jamás tendría la sangre fría ni la puntería para hacerlo bien lo preocupaba. Esto no era un juego, no era el Tiro Federal, era la vida real y lo aterraba.

Las góndolas tenían pocos alimentos, varías cajas estaban rotas. El supermercado era un verdadero chiquero y el olor nauseabundo a muerte estaba muy condensado. Tomó algunos paquetes de fideos que encontró sanos y las metió en una bolsa grande que había hallado en la caja.

El silencio que lo acosaba era horroroso e inquietante, el único ruido perceptible era el de sus zapatos despegándose del piso pegajoso por un líquido aceitoso y espeso que prefirió no mirar para no vomitar nuevamente.

Dio unos pasos más para guardar unas cuantas latas de conserva hasta que su pie chocó con un cuerpo blando que emanaba el olor más repugnante que jamás había percibido. Dirigió sus ojos hacía el suelo y lo que observó lo repugnó y lo aterrorizó en demasía pues un pequeño ser desnudo y de piel rojiza, con pequeñas protuberancias en su frente y un hedor asqueroso a azufre y putrefacción, devoraba, insaciablemente, el cráneo del cadáver que había pisado. De golpe, el nauseabundo ser levantó la cabeza hacía él, y Juan, presó del pánico, notó que aquél demonio no tenía ojos, su lugar lo ocupaba una lisa capa de piel; sin embargo, tenía la absoluta certeza de que le clavaba una mirada más que penetrante que le torturaba el alma y lo arrojaba a los márgenes de la locura. Vio los dientes, llenos de sangre y con sesos entre ellos, grandes colmillos escarlatas. Juan no lo dudó, sacó su arma y, sosteniéndola con las dos manos, apuntó hacia la pequeña bestia que, emitiendo débiles chirridos, comenzaba a reincorporarse y abandonaba a su presa en busca de carne fresca.

Cerró los ojos, recordó las indicaciones de su instructor en el Tiro Federal: “manos firmes, concentración y frialdad”. Tomó aire, gatilló, pero la bala no salió, la maldita arma no estaba cargada, ¡por qué no se había fijado en algo tan básico! Ante el fracaso, él demonio se preparó para saltar sobre él sin titubear. Al arrojársele, Juan tuvo los suficientes reflejos como para esquivarlo y golpearlo en el aire con la Colt. El demonio dio contra la góndola de las latas y dio un chirrido que le taladró las orejas que lo obligó a taparse los oídos.

Al ver que el demonio intentaba incorporarse, supo que debía huir con los pocos alimentos que había tomado, debía escapar, lo antes posible, de allí. Nunca había imaginado esto, había pensado que se encontraría con algún loco que le querría sacar el alimento o con animales sueltos y desesperados por comer que quisieran morderlo, pero jamás esto, ni en su peor pesadilla hubiese podido haber soñado con un ser tan horripilante.

Cuando comenzó a dirigirse, precipitadamente, hacia la puerta, mientras los chillidos del monstruo se hacían más agudos y más enfermizos, entendió que no había ninguna escapatoria, que literalmente, se había inmerso en la boca del demonio pues la entrada estaba plagada de monstruos como el que había golpeado que chillaban y mostraban sus colmillos con sed de sangre, sus cuerpos grotescos, pequeños y deformes y sus garras preparadas para descuartizarlo. Juan, sin balas y atrapado por demonios que querían devorarlo, sólo pudo maldecir su suerte. Pensó en su mujer y su hija que se quedarían esperándolo y se obligó a buscar una salida por ellas. Retrocedió rápido y pisó al demonio que se retorcía en el suelo, mientras que los demás, como chacales hambrientos, comenzaron a correr hacia él.

Las piernas no las sentía, imbuido en adrenalina, iba a una velocidad que jamás había imaginado. Corría entre góndolas, esquivando ataques, pateando cabezas cual pelotas de fútbol, hasta que un demonio lo alcanzó y le clavó sus garras en la pierna derecha. La reacción de defensa fue inmediata, sin frenar la carrera, desprendió con fuerza hercúlea al pequeño demonio con su brazo y lo arrojó con gran vigor contra una pared. Incomprensiblemente, a pesar de que la herida le sangraba a borbotones, no sentía ni el más mínimo dolor. Sólo sabía que debía buscar refugio, alguna escapatoria. Entonces, vio, en el fondo del local, una pequeña puerta que rezaba “depósito” en letras grandes y rojas. Se precipitó hacia ella, la abrió de una patada y se encerró, dejando atrás un infierno de gritos y rasguños atormentadores.

Al prestarle atención al interior del nuevo sitio, se sorprendió al encontrarse con una habitación totalmente iluminada, blanca, sin ninguna caja de productos, sólo con un viejo barbudo vestido con harapos que lo miraba sonriente desde el centro sentado en posición de Loto al lado de un charco de agua y con un tablero de ajedrez enfrente con las piezas movidas. Juan, apoyado de espaldas contra la puerta, lo observó confuso. Trabó la puerta con el seguro, se dirigió hacia el anciano apuntándole a la cabeza con su Colt. El linyera emanaba una calma profunda y no dejaba de sonreír a pesar de que Juan le había apoyado el arma en la frente.

- No se preocupe, buen hombre, no le haré daño. Bajé esa pistola descargada y charlemos un rato.

Juan bajó el arma atónito ante el comentario:

- ¿Cómo sabe que está descargada?

- Porque no escuché ningún disparo contra los demonios.

- ¡Quién es usted! ¡Qué mierda pasa acá! ¡Qué son esos bichos asquerosos!

El linyera amplió su sonrisa en su rostro lleno de arrugas, movió sin prestar atención una pieza del tablero y luego sacó un cigarrillo del bolsillo de su sucia campera y se lo extendió a Juan.

- Siéntese. Usted tendrá todas las respuestas que quiera y mi ayuda.

Juan tomó asiento, incrédulo de sentir tranquilidad luego de lo que había vivido y a pesar de los sonidos molestos de los demonios del otro lado de la habitación. Tomó el cigarrillo y cuando le iba a pedir fuego, el hombre levantó un peón que emanó una breve llama que le prendió el cigarrillo dejándolo absorto.

- Como podrá observar, este cuerpo es mera apariencia. Usted está aquí porque ha sido elegido para ser el salvador de los pocos que quedan en la Tierra. La bomba que estalló, se puede decir que fue obra del Demonio, de Satanás. Él aprovechó la locura humana para imponer su reinado de peste y muerte y lo está logrando. No fue un ataque de ningún país, como usted imaginaba, tampoco fue este suelo el único que sufrió las explosiones. El mundo entero se encuentra en este estado, Satanás quiere un nuevo mundo, sin Dios y para eso hay que destruir cada cimiento.

- ¿Qué locura es esta?

- No le parece bastante real lo que vio afuera… su pierna está sangrando. Pero está bien, no lo culpo, debe creer que está enloqueciendo. Pero sepa que todo es tan real como el aire que respira, como su Ana y Clara -Juan se incomodó al escuchar en la boca del viejo esos nombres- Dios lo tiene como arma, muchos desean su muerte. Usted es uno de los pocos hombres en el mundo elegidos por su mano para combatir el Mal que busca su desequilibrio, su debilidad, atormentarlo y aprovechar su pérdida de fe e intentar que cometa errores estúpidos. Para eso estoy aquí, para ayudarlo, un mero eslabón de este tablero de ajedrez entre Dios y el Demonio, un peón si se quiere. Usted debe salir de aquí a proteger a su familia… mire, le mostraré algo.

El linyera escupió en el charco de agua que estaba en el suelo y allí comenzó a crearse una imagen que reprodujo su hogar desde afuera y las ruinas, pero algo lo alertó pues no estaba solitario como cuando se había ido. Miles de demonios rodeaban su puerta forzándola para entrar. La desesperación fue enorme, sus ojos mostraron locura, sed de sangre y ansias locas y ciegas por defender a su familia. Tomó de la mano al viejo y mirándole los engañosos ojos le suplicó ayuda. El viejo metió nuevamente su mano en el bolsillo de la campera y sacó un cartucho de balas.

- Toma, hijo mío, mata, ayúdanos y únete a nosotros.

Juan no titubeó, miró el cartucho en sus manos, era para su Colt. Cargó el arma y, decidido, salió hacia la puerta preparado para llevarse por delante a cualquier demonio que se le viniese encima. Miró a sus espaldas para agradecerle al anciano, pero al voltear ya no había nadie, entonces pensó que lo correcto era agradecerle a Dios.

Las manos le temblaban, aún se oían los demonios del otro lado. Debía actuar rápido, allí no podía usar las balas puesto que no tendría con que defender su hogar, así que debía atropellarlos, usar esa adrenalina que corría por su cuerpo. Movió el seguro de la puerta, se preguntó cómo había hecho el linyera para desaparecer y se precipitó como un toro hacia el interior del supermercado.

Para su sorpresa, al irrumpir en lo que había sido un infernal recinto, no había nadie. El supermercado estaba completamente vacío. Lo único que observaba era el desastre de la lucha que había tenido anteriormente, pero no había rastros de demonios.

Preocupado, hundiendo sus manos en el pelo, temía haberse vuelto loco. Recordó la soledad en la casa con su familia, el encierro, el temor, la incomunicación, la certeza del desastre y pensó que quizás eso le había trastornado irreversiblemente la cabeza al punto de ver visiones. Pero, no, no estaba loco, no podía estarlo. Todo había sido real. La pierna, como le había hecho notar el anciano, aún le sangraba, los rastros de la lucha estaban en el sitio, el hombre muerto con el cráneo devorado estaba en el piso, la Colt estaba cargada. No, no podía dudarlo, no estaba loco. No había tiempo que perder, era la oportunidad de correr hacia el hogar, salvar a la familia y después a meditar sobre las palabras del extraño linyera.

En el exterior, la noche había caído, la luna alumbraba tenue y confusamente el desastroso panorama. Su cuerpo agitado, exhausto, demacrado, pisaba cadáveres y escombros sin mirar, nada podía detenerlo, era un autómata corriendo con su Colt colgando de su mano derecha y con un único objetivo: llegar a su casa. Las sombras eran difusas, el exterior, engañoso, pero no había tiempo para analizar, para comprobar qué era real y qué no.

El retorno no le resultó un camino complejo, puesto que su hogar era el único que había quedado en pie. Al acercarse allí, no vio la enorme cantidad de demonios de la imagen, sino solo a dos en la entrada que voltearon para mirarlo con sus rostros sin ojos.

Nada había sido un sueño, nada había sido una maldita pesadilla como hubiese deseado. Los seres repulsivos estaban a cincuenta metros de él y no los dejaría acercarse. Levantó la mira del arma, recordó el Tiro Federal, nuevamente la frase de su instructor venía a su cabeza: “Manos firmes, concentración y frialdad”. Los demonios, uno pequeño y otro más grande, se acercaban hacía él con las garras, asquerosa y amenazadoramente, tendidas como queriéndolo abrazarlo para descuartizarlo.

Juan no lo dudó, descargó dos balazos secos en la velocidad de la corrida que dieron en las frentes de los demonios. Se sorprendió de la gran puntería, de su suerte, de poder matar a esas atrocidades desde tan larga distancia. Ya estaba cerca del hogar, ya estaría con Clara y Ana. Las defendería, las protegería, sería por siempre su guardián y podría pensar en lo que le había dicho el linyera. Pero a cinco metros una piedra lo hizo caer bruscamente de boca al suelo y, por primera vez, sintió un intenso dolor en la herida de su pierna derecha.

Intentó reincorporarse, lentamente, le sangraba la boca y tenía rota la nariz, sus ojos estaban nublosos. Con los brazos extendidos, intentó hacer fuerza para levantar el torso pero al apoyar su mano en el suelo, tocó el cuerpo viscoso de uno de los asquerosos demonios que había aniquilado. Miró hacia el cuerpo repugnante esperando reencontrarse con la horrenda imagen ya conocida del supermercado, pero sus ojos, nublados por las lágrimas y la sangre, no le permitían distinguir bien la forma tendida y muerta. Lo único que pudo vislumbrar fue que la piel del ser no era roja como la de los demás.

Se acercó más, tanteó el cuerpo y sintió un cabello largo y sedoso. Olió el aire y percibió que el aroma que despedía el cadáver no era nauseabundo del supermercado sino otro sanguinolento mezclado con un dulce perfume. Se fregó los ojos para intentar observar mejor aunque una mala sensación le comenzaba a torturar el interior de su alma como un mal presagio. Luego de sacarse el puño de sus ojos, observó la horrenda realidad.


El cuerpo tendido frente a él, con un certero balazo en la frente, era el de la pequeña Clara. Los ojos de Juan mezclaron la sangre con un horrible llanto, se desesperó. Pensó en el otro demonio que había matado, que debía estar a sus espaldas y volteó. Entonces se encontró con el cuerpo de Ana, también muerto. De repente, cuando imaginaba que había llegado al límite de la locura, de la desesperación, del horror, el cuerpo de su mujer, muerto, se incorporó, se sentó, torció la cabeza para clavarle unos ojos sin pupilas y le con la voz del linyera repitió la frase tan trillada “las armas las carga el Diablo”. 

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