Saturday, July 26, 2014

Donna Helena

Hacía tres horas que manejaba por la ruta y la noche me había sorprendido a mitad del recorrido. En la guantera del auto sólo llevaba un cigarrillo de marihuana y una petaca de whisky vacía. Era noche cerrada, los faros sólo alumbraban unos metros de lo que había adelante, como siempre acostumbraba a conducir sin mirar atrás, tanto mi auto como mi vida, odiaba los recuerdos, el pasado, las idioteces de la reencarnación, la vida era una y su sentido avanzar sin cuestionamientos, siempre hacia adelante hasta llegar a un punto final. El tablero marcaba las once, pensaba que ese tiempo sólo transcurría en mi auto, lo sentía congelado a mí alrededor, pero no, eran las once en cualquier lugar. Si bien el frío afuera era crudísimo, dentro del auto sudaba a causa del encierro; espesas y saladas gotas se deslizaban por mi sien hasta perderse en el cuello de la camisa. Anhelaba una mujer aunque fuese insoportable, hacía bastante que no atendía mis necesidades fisiológicas, cualquiera aplacaría esa sed que ahora parece tan lejana. ¿Por qué me veo prendiendo el faso y darle una pitada larga? El humo ingresa, relaja, pero no siento nada. O sí, quizás esa bocanada cambió mi percepción, me disoció, por eso me veo desde el asiento trasero como en un maldito sueño, podía ordenarme movimientos tales como cambiar el dial para sacar al idiota de la música. Aun así, mi cuerpo no era más que un recipiente vacío, un autómata que actuaba según mi albedrío, mis deseos de titiritero. Hacía más de media hora que no me cruzaba con un auto y eso me sorprendía. Más me sorprendió ver al costado de la ruta a una Donna haciendo señas para que la llevasen. No lo dudé, le ordené a mi yo conductor que aminorase la marcha y abriese la puerta. Era lo que buscábamos y aplacaría la sed. Le di otra pitada al faso y sentí retornar a mi cuerpo, ser el dueño de la situación. La Donna subió al coche y empezó a falar desesperada, se llamaba Helena, quería que la llevase hacia el sur y le mentí que hacía allí me dirigía también para tener alguna oportunidad.

Era una mujer exótica: ojos grises, cabellos rubio platinado corto, senos grandes y redondos que se percibían gracias al prominente escote de su pequeño top y unas piernas perfectas sólo tapadas por una diminuta minifalda. Toda una hembra, el deseo de cualquier hombre. No paraba de hablar, su lengua me llamaba y al mover mi mano hacia la caja de cambios la pose en su pantorrilla y comencé a subirla con una suave caricia. Helena frenó su perorata para mojar sensualmente sus labios con la lengua. Debo confesar no sentí placer igual, pero la verdad es que ya ven era irresistible, perdí la noción de que conducía un auto de noche y en una ruta peligrosa, y no hubiese vuelto en sí, si luego de comenzar a recorrerme con su boca, su lengua como loca no me hubiese advertido que de seguir así:

-   Vamos a chocar.

Aparqué a un costado de la ruta y comenzamos a hacerlo bien. Encendí mi cigarro de marihuana, fumamos. Ella bajó su bombacha y mi mano se deslizó hacia ese suave y desnudo sitio. Nos devoramos a besos exhalando el humo dentro de nuestras bocas, su ropa parecía deshacerse, cerré los ojos para entregarme a un placer que jamás había recorrido mi cuerpo, después con su pocket me golpeó la sien, bajó mis pantalones sin apuro y tragó, tragó había algo puro. No puedo describir aquello, era único, sublime en todo el sentido de la palabra, sólo puedo asegurar que Helena no era una simple mortal, parecía una diosa y un demonio a la vez, era el instrumento, la llave indicada para alcanzar el clímax. Mientras me poseía (porque sí, me poseía, en ningún momento fui propietario de su cuerpo ni del mío) empezaba a perder noción de todo, como si me quemase la luz de un superflash. Palpé instintivamente mi cuerpo y algo extraño comenzó a sudar, no era ya ese sudor salado y espeso, sino mi esencia, mi ser que se disgregaba en agua y tan pronto desapareció este mundo y así fue como me fui del mundo. Mi cuerpo ya no se hallaba en el auto, sino sólo Donna Helena que empezó a llorar lamiendo su sal mezclada con mi yo hecho mar. Por mi parte, comencé a moverme por otros tiempos, por otros mundos y rutas, departamentos de hotel, chozas perdidas en la nada; recorría los siglos de los siglos. En todos esos lugares, hombres diferentes sufrían su maldición de la cual se olvidaba, ese oscuro y maldito secreto de que todo lo que toca se le esfuma.


Mi viaje se detuvo en Gibraltar, allí vi un acuerdo de brujas que había atrapado a la hermosa Helena. Estaba desnuda y atada de cabeza en una cruz invertida, la sangre de un gallo negro bañaba su bello rostro y a un costado dos viejas horrendas degollaban otros dos, mientras la más anciana de aquel asqueroso Sabbat repetía enérgicamente: “Todo amor perpetuo deberás matar, cuerpo sobre cuerpo y cuerpos sobre el mar, el mar de los caídos frente a Donna Helena”. Fue maldecida, su esencia recorrió los siglos, su nombre se llevó a millones de hombres, ciudades enteras cayeron ante su seducción al ser considerada la más bella de entre las mortales y la pasión irrefrenable que producía en sus víctimas castraba eternamente a aquél que la supo gozar. Estaba maldita, inocentemente amaba a cada hombre que encontraba, y acababa matándolo, convirtiéndolo en su mar, pudriendo lo que la rodeaba para luego llorar desesperada hasta olvidar y volverlo a intentar, eterna víctima y victimaría. Como yo, las almas que se cruzan en su camino quedan malditas, castigadas al eterno retorno de ese placer que jamás gozaron en vida y solo lleva a la fuga, a la escisión del ser, a la vuelta a la nada, a sumar un cuerpo más en el mar de los caídos. Ahora comprendo mi odio al recuerdo, al pasado y a la reencarnación. Si pudiese mirar hacia adelante y llegar a un punto final. 

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