Luego de que la banda de
Jazz anunciase su última canción, me asombró que llamasen, para participar al
hombre de la primera mesa que subía, cansino, al escenario con el brazo derecho
enyesado. Debería de pasar los cincuenta años, con su barba cana y su rostro
surcado por varias arrugas. Me llamaron, negativamente, la atención su campera
de cuero gastada, su camisa arrugada y sus zapatos sucios que le daban un
aspecto de abandono. Aunque hubiese sido invitado con entusiasmo como un viejo
amigo de la banda que hasta el momento había dado un buen espectáculo en el bar
de San Telmo, mis prejuicios me recomendaban que no esperase demasiado de ese
ser que transmitía tristeza y soledad. Sin dudas, no tenía esperanzas de una actuación
siquiera interesante, pero apenas comenzaron a tocar los músicos, su voz áspera
y gruesa irrumpió transformándolo en un hombre completamente diferente con la
potencia y la energía de un muchacho de veinte años. Increíblemente, en segundos,
con facilidad y arte, enloqueció a los espectadores e hizo que me guardara mis
prejuicios.
Alegre,
tamborileando con mis dedos al compás sobre la mesa y ubicado en el fondo del
bar, disfrutaba de la música y observaba al cantante transformado, que había
sido presentado como Jaime Torres. Se movía con una fuerza y vitalidad
contagiosa a través del triángulo formado entre el perfil, la pera y el antebrazo
de una morocha sensual de unos treinta años que me enfrentaba. Disfrutando de
esa belleza de rulos largos y labios prominentemente rojos sobre la piel
blanca, veía el escenario. Así, deseaba dejarme ir en la música, viajar a
través de esa vibración en el ambiente, sin embargo me costaba conectarme a
causa del enojo que me producía no poder gozar de un cigarrillo a causa de una
ridícula ordenanza municipal que impedía fumar en espacios públicos y privados
cerrados de la Capital. Aquello caía como un gran castigo sobre mí que amaba
fumar con ese tipo de música, pero lo compensaba con un whisky que movía
lentamente en mi mano mientras se derretía el hielo.
La
mesa la compartía con dos amigos de mi infancia: Leo y Claudia. Él admiraba
cómo Teto, compañero del secundario que había reencontrado casualmente allí,
tocaba la guitarra rasgando y deslizando, hábilmente, sus dedos por las
cuerdas. A mí, me resultaba gracioso su físico desgarbado, su camisa blanca con
flores rojas y su largo y desprolijo pelo castaño. Claudia, que salía con
nosotros luego de seis meses, sólo giraba para sonreírnos cuando cantaba su
amiga Sarah Milton remarcándonos lo buen vocalista que era y vanagloriarse del
calibre de artista que nos había invitado a disfrutar esa noche. No la
contradijimos, puesto que desde la primera canción hasta la última, nos había
parecido que la joven cantante porteña, iniciada como corista en una primaria
pública de Belgrano, acompañada y seguida por años de conservatorio, había
logrado un alto perfeccionamiento vocal combinando ritmo y melodía.
No
podíamos dejar de destacar que con Jaime Torres se había convertido en un show
mil veces más espectacular, que había tomado un color más vivaz. La música se
había encargado de transformar una noche más en un momento sorprendente en que
el bar se llenó de una magia y una energía inefables. Sólo atinaba, como hechizado,
a mover la cabeza al ritmo marcado por los instrumentos. Así estuve un minuto,
hasta que me desconectó y me dejó paralizado el percibir unas fugaces miradas
entre Leo y Claudia que no me parecieron aquellas que intercambiarían amigos,
ni los mejores.
Estaba
más que sorprendido, los conocía años y jamás se habían contemplado de ese
modo. Aunque si me detenía en pensar en la actitud de Leo en los últimos meses,
este momento no tendría por qué parecerme tan extraño. Entonces hice encajar su
actitud esquiva y distraída, poco común en él. Pues, haciendo un poco de historia,
a los dos los conocía desde los diez años, cuando ingresé al primario “Florencio
Varela” de Flores en cuarto grado, ya que mis padres habían conseguido
alquilar, en ese barrio, una casa más grande y económica que la de Caballito de
la que partíamos. Desde un principio me integraron a su amistad que habían
formado desde el primer año y desde entonces nunca nos separamos. Nos rotábamos
para ir a la casa de alguno o sentarnos en los portones a jugar a la mancha, a
la pelota; a contarnos secretos y chismes; a tomar, jugo, largos mates, luego,
y, con el tiempo, cervezas. Ya en esos tiempos fumábamos y charlábamos de
política, de nuestros trabajos y de nuestras vidas. No encontraba en mi memoria
que en esos tiempos Leo ni yo nos hubiésemos interesado en Claudia más que como
en una gran amiga. La relación que habíamos construido se había forjado con los
metales de una fuerte amistad. De esa manera, cada uno había ido construyendo
sus historias, sus lazos, sus victorias y derrotas, siempre compartiendo sus
vidas, pero cada uno por su lado. Así, él y yo habíamos cosechado varios y
breves romances con mujeres, nunca formalizábamos. Aquello generó que a los
cuarenta no hubiésemos formado una familia mientras que Claudia sí lo había
conseguido a sus veinticinco. Aunque se había divorciado, luego de diez años,
de Marcos, tenía a su querido hijo Tomás.
Mientras
apreciaba esas miradas que seguían intercambiando, sin prestarme la menor
atención en mi rol de voyeur, caí en la cuenta de que jamás había pensado en
Claudia como imaginaba a otras mujeres, con placer y goce, como, por ejemplo,
volvía a disfrutar de esa treintañera. Si bien debo reconocer que Claudia tiene
su belleza, para mí, fue siempre como una hermana que me había permitido
expresar mis emociones sin ningún tipo de tapujos como no se las hubiese podido
compartir a nadie. Leo, también, en viejas charlas que habíamos tenido, me
había comentado que la sentía de ese modo, hasta solía hacer chistes contra su
delgadez o contra la idea de que alguno de nosotros fuese su pareja y
tuviésemos un hijo mutante a causa de lo casi incestuoso de la relación.
Leo
siempre fue un tipo jodón, divertido, que cuando nos encontrábamos tenía una
sonrisa enorme y hacía ese tipo de bromas, pero, en los últimos meses, estoy
seguro, lo había notado cambiado: serio, preocupado e introvertido. Ese modo de
comportarse no era habitual en él. Entonces, dándole un largo sorbo al whisky,
me puse a recordar la noche del fin de semana pasado en que habíamos bebido
casi cinco cerveza en mi departamento de la calle Juncal para intentar sacarle
el secreto que tanto lo había estado acosando, pero no había logrado quitarle
ni una sola palabra. Por fin, esa noche, en que la música descubría toda su
magia había logrado comprenderlo y encontrar la revelación del silencio que
había estado atándolo todo ese tiempo.
Mientras
repasaba nuestra historia, con la vista fija en la muchacha, el cantante no
había dejado de hacer delirar a la concurrencia que coreaba como poseída. Volví
a contemplar la banda de Jazz. Jaime no dejaba de sorprenderme con la energía
que emanaba de su voz y actitud, quedando años luz esa primera impresión que
había dejado de despojo humano. Otra gran sorpresa fue la perfecta ejecución
del saxofonista, Carlos Castillo, un muchacho morrudo, con anteojos de gran
tamaño y traje de etiqueta negra, que improvisaba magistralmente. Atrapado por
la dolorosa y tierna música ejecutada, cerré los ojos, eché la cabeza hacia
atrás y pude dejarme fluir hacia el placer y el goce profundo. El tiempo
avanzaba con retardo, como si cada segundo tomase la extensión de horas,
poniendo un abismo entre este momento y el inicio de la canción, la sorpresa
colectiva de Torres, las miradas, Leo, Claudia. Mis oídos gozaban poseídos y
furiosos como Odiseo, encadenado al mástil de su barca, habría de haber sentido
al escuchar el canto de las sirenas habrían emitido a ese Odiseo mientras que
sus hombres llevaban los oídos tapados por cera.
Como
nada es para siempre, llegaba el clímax del tema que se cerró por un suave coro
de Sarah acompañada por el saxo. Volví mi cabeza hacia adelante en el mismo
momento en la música hacía sonar los últimos y dulces sones, abrí los ojos y
descubrí la mano de Clara siendo acariciada, nerviosa, por la de Leo sobre la mesa.
Se rozaban con ternura y suavidad, sin mirarse. Los dos observaban, abstraídos,
a la orquesta, dejando que las manos se comunicasen. Me sentí incómodo y celoso
ya que estaba solo y no podía, siquiera, compartir ese instante con un buen
cigarrillo. Percibí que mis amigos despertaban un amor inimaginable, hechizados
por la música y la voz del cantante que había reinado, todo ese tiempo
atemporal, sobre los instrumentos.
Apoyé
mi pera sobre mis dedos extendidos y entrelazados, como había hecho la joven
minutos antes, para disfrutar ese cierre. Me puse a contemplarla con su vista
perdida en Humberto Primo. Disfrutaba de su delgada figura, de su rostro
delicado, de extraviados y exóticos ojos verdes. La música la bañaba de una
sensualidad que me ponía fuera de mí, haciendo que mi imaginación me la
mostrara seduciéndola, besándola, desnudándola y teniendo relaciones con esa
canción de fondo. Tenía ganas de levantarme y sentarme con ella, pero todo se
evaporó cuando la banda hizo sonar la última nota del saxo y sobrevino un
segundo de silencio continuado por un estallido de aplausos.
Como
saliendo de una hipnosis, aplaudí mecánicamente y volví la vista hacia Claudia
y Leo que hacían lo mismo intercambiando miradas y sonrisas con cierto
extrañamiento. En los ojos marrones y brillantes de ella se advertían lágrimas
contenidas; en el rostro de él, una paradójica satisfacción frustrada.
Instantánea e inesperadamente se habían cortado la exaltación y agitación
generada por ese tema final. La orquesta se bajaba del escenario, saludando al
público, hacia sus camerinos con los instrumentos. Solo quedaban, sobre aquel,
el equipo que dos plomos comenzaban a guardar.
Como
yo, nadie podía aceptar que todo hubiese concluido, a pesar de los aplausos y
vítores se observaban rostros extrañados. ¿Habíamos vuelto a un tiempo mediocre
y cotidiano? ¿Estuvimos conectados con un plano espiritual? Esas eran las
preguntas que expresaban esas caras y mi propio ser. Ahora sonaba una pista de
Jazz desconocida como música de ambiente. Mis dos amigos, también mostraban el
mismo aturdimiento. No hacían más que elogiar a los músicos y al cantante,
evitando sus miradas. Me resultó imposible disimular que sabía que entre ellos
había ocurrido entre ellos en ese tema final. Sentí que los incomodaba, así que
me excusé para salir a fumar. Leo me miró, saliendo de un pesado letargo, y me
respondió que fuese tranquilo que pagaba y, luego, nos llevaría con su auto a
nuestros hogares.
Humberto
Primo estaba casi desolada. No había casi movimiento ese viernes de fin de mes.
Las veredas, mojadas por la humedad levantaban un vapor que no me resultaba
amigable. Era una de esas tantas madrugadas pesadas de Buenos Aires en las que
uno suda parado. Más allá de algún caminante esporádico, me acompañaban dos
patovicas que charlaban de anécdotas de noches pasadas en el umbral del bar.
Sin prestarles demasiada atención, apoyé mi espalda sobre un auto blanco y
encendí un cigarrillo. Exhalé la primera bocanada enojado por fumar en paz sin
la música que minutos atrás había deleitado mis sentidos. Sin embargo, al
inhalar, nuevamente, y cerrar los ojos, me puse contento imaginando a Leo
besando a Claudia prometiéndose sueños que nunca habían creído posibles.
Los
minutos en soledad caían y el primer cigarrillo se había acabado. Mis amigos
seguían dentro del bar. Mi vista se perdió entre las estrellas y pasó por en
las fachadas antiguas de las casas y restaurantes que rodeaban la Plaza
Dorrego. El calor se hacía más amigable y disfrutaba de la noche. Pensando en
qué tendría que seguir un largo aburrimiento si concretaban, atiné a sacar el
segundo cigarrillo, pero me detuve cuando la suerte me hizo ver al cantante,
Jaime Torres, saliendo del bar. Me alegraba encontrarme con aquel que minutos
atrás había logrado fascinarme, quise acercarme para felicitarlo, pero, cuando
iba a levantarme del auto, irrumpieron dos rubias chillando como cotorras
histéricas detrás de él directamente a acosarlo.
Me
quedé paralizado ante aquella imagen caricaturescamente degradada. El hombre
parecía mil veces más decadente que antes de empezar a cantar. A su aspecto
patético, se sumaba un cigarrillo apagado entre sus labios, los ojos grises y
cansinos y su espalda jorobada.
-¡Ay,
Horacio, no sabíamos que cantabas así!- gritó una de las cotorras que lo
agarraba del brazo sano.
-
¡Muchachos, alguno tiene fuego!- bramó
la otra a los patovicas.
Uno
contestó negativamente y el otro comenzó a palpar sus bolsillos, mientras yo
observaba incrédulo, con mi encendedor en mi puño, al hombre que había
enloquecido a todo un bar en esa visión tan paupérrima.
El
muchacho dejó de tantear sus bolsillos y negó. El cantante, rendido, echó a
andar, con el cigarrillo inerte en su boca y las dos cotorras revoloteando a su
alrededor pasando por don-de estaba yo. Cuando, Jaime, resignado, iba a sacarse
el cigarrillo, reaccioné, me acerqué con el encendedor y se lo encendí. Me
miró, mejor dicho, me clavó unos ojos desesperados, palmeó tranquilo mi hombro
y me agradeció como con un tácito auxilio en toda su expresión. Lo observé
partir rendido con su séquito y acto seguido salieron mis amigos, primero
Claudia y luego Leo, ambos contentos aunque manteniendo cierta distancia incomoda.
Les conté lo que acababa de ocurrir y se rieron con ganas. Claudia cruzó su
brazo como una novia en el mío, Leo se puso del otro costado, y fuimos en
silencio hacia su auto.
El
viaje de regreso fue igual a otros tantos. Claudia se sentó atrás y yo en el
asiento del acompañante. Charlamos de la banda y de minucias personales hasta
que dejamos a Claudia en su casa. En el recorrido restante le pregunté, como
quien no quiere la cosa, a Leo qué había sucedido cuando los dejé solos en el
bar.
-Nada
- contestó con pena, sin siquiera sacar la mirada del camino.
Instantáneamente,
le retruqué que no le podía creer, que los había visto en el recital y que
estaban atrapados por la música y por sus manos, entonces me objetó lo que
había presentido en ese cierre musical.
-
Eso fue todo, Pedro, la magia de la música. En ese momento nos sentimos capaces
de todo, más yo que ella que fui el que tomó la iniciativa. Fue como si
hubiésemos mutado. En el fluir de ese instante lo único que importaba eran las
emociones. Te juro que me la imaginé besándola, desnudándola y haciéndole el
amor bajo una suave lluvia, hace días, meses, que venía así y no encontraba la
manera de transmitirte que me enamoré de quien había considerado una amiga, una
hermana del alma.- Cada palabra salía de su boca, aún observaba atento al
frente,- Cuando se separó hace seis meses, empecé a verla como mujer. En esos
minutos, se cambió la historia, la acomodó a mí deseo inconscientemente. Para
que mentirte si lo habrás notado, las manos que se acariciaban lo hacían con un
sentimiento especial. Pero la música se acabó, viejo. – Por fin me devolvió la
mirada con tristeza.- Habíamos llegado los dos a mirarnos seductoramente como
jamás lo habíamos hecho, pero, el fin de la canción nos hizo reencontrarnos con
los mismos de siempre, nos vimos ridículos y tornamos nuestros ojos al
escenario, después, vos saliste a fumar. Cuando no estuviste no pasó demasiado,
recordamos viejos tiempos, me habló de cómo le iba a Marquitos en la escuela.
Fue eso, nada más que la magia de la música, de esa voz que cambió todo. Un
momento fugaz. Una lástima.
Llegamos
hasta mi casa, lo despedí y me bajé del auto meditativo. Antes de entrar
encendí otro cigarrillo, sentándome en las escaleras que conducían a la entrada
y mirando cómo se alejaba el auto de Leo y comencé a intentar, revivir,
inútilmente, esa magia tan lejana.