Wednesday, April 26, 2017

La magia de la música

Luego de que la banda de Jazz anunciase su última canción, me asombró que llamasen, para participar al hombre de la primera mesa que subía, cansino, al escenario con el brazo derecho enyesado. Debería de pasar los cincuenta años, con su barba cana y su rostro surcado por varias arrugas. Me llamaron, negativamente, la atención su campera de cuero gastada, su camisa arrugada y sus zapatos sucios que le daban un aspecto de abandono. Aunque hubiese sido invitado con entusiasmo como un viejo amigo de la banda que hasta el momento había dado un buen espectáculo en el bar de San Telmo, mis prejuicios me recomendaban que no esperase demasiado de ese ser que transmitía tristeza y soledad. Sin dudas, no tenía esperanzas de una actuación siquiera interesante, pero apenas comenzaron a tocar los músicos, su voz áspera y gruesa irrumpió transformándolo en un hombre completamente diferente con la potencia y la energía de un muchacho de veinte años. Increíblemente, en segundos, con facilidad y arte, enloqueció a los espectadores e hizo que me guardara mis prejuicios.

Alegre, tamborileando con mis dedos al compás sobre la mesa y ubicado en el fondo del bar, disfrutaba de la música y observaba al cantante transformado, que había sido presentado como Jaime Torres. Se movía con una fuerza y vitalidad contagiosa a través del triángulo formado entre el perfil, la pera y el antebrazo de una morocha sensual de unos treinta años que me enfrentaba. Disfrutando de esa belleza de rulos largos y labios prominentemente rojos sobre la piel blanca, veía el escenario. Así, deseaba dejarme ir en la música, viajar a través de esa vibración en el ambiente, sin embargo me costaba conectarme a causa del enojo que me producía no poder gozar de un cigarrillo a causa de una ridícula ordenanza municipal que impedía fumar en espacios públicos y privados cerrados de la Capital. Aquello caía como un gran castigo sobre mí que amaba fumar con ese tipo de música, pero lo compensaba con un whisky que movía lentamente en mi mano mientras se derretía el hielo.

La mesa la compartía con dos amigos de mi infancia: Leo y Claudia. Él admiraba cómo Teto, compañero del secundario que había reencontrado casualmente allí, tocaba la guitarra rasgando y deslizando, hábilmente, sus dedos por las cuerdas. A mí, me resultaba gracioso su físico desgarbado, su camisa blanca con flores rojas y su largo y desprolijo pelo castaño. Claudia, que salía con nosotros luego de seis meses, sólo giraba para sonreírnos cuando cantaba su amiga Sarah Milton remarcándonos lo buen vocalista que era y vanagloriarse del calibre de artista que nos había invitado a disfrutar esa noche. No la contradijimos, puesto que desde la primera canción hasta la última, nos había parecido que la joven cantante porteña, iniciada como corista en una primaria pública de Belgrano, acompañada y seguida por años de conservatorio, había logrado un alto perfeccionamiento vocal combinando ritmo y melodía.

No podíamos dejar de destacar que con Jaime Torres se había convertido en un show mil veces más espectacular, que había tomado un color más vivaz. La música se había encargado de transformar una noche más en un momento sorprendente en que el bar se llenó de una magia y una energía inefables. Sólo atinaba, como hechizado, a mover la cabeza al ritmo marcado por los instrumentos. Así estuve un minuto, hasta que me desconectó y me dejó paralizado el percibir unas fugaces miradas entre Leo y Claudia que no me parecieron aquellas que intercambiarían amigos, ni los mejores.

Estaba más que sorprendido, los conocía años y jamás se habían contemplado de ese modo. Aunque si me detenía en pensar en la actitud de Leo en los últimos meses, este momento no tendría por qué parecerme tan extraño. Entonces hice encajar su actitud esquiva y distraída, poco común en él. Pues, haciendo un poco de historia, a los dos los conocía desde los diez años, cuando ingresé al primario “Florencio Varela” de Flores en cuarto grado, ya que mis padres habían conseguido alquilar, en ese barrio, una casa más grande y económica que la de Caballito de la que partíamos. Desde un principio me integraron a su amistad que habían formado desde el primer año y desde entonces nunca nos separamos. Nos rotábamos para ir a la casa de alguno o sentarnos en los portones a jugar a la mancha, a la pelota; a contarnos secretos y chismes; a tomar, jugo, largos mates, luego, y, con el tiempo, cervezas. Ya en esos tiempos fumábamos y charlábamos de política, de nuestros trabajos y de nuestras vidas. No encontraba en mi memoria que en esos tiempos Leo ni yo nos hubiésemos interesado en Claudia más que como en una gran amiga. La relación que habíamos construido se había forjado con los metales de una fuerte amistad. De esa manera, cada uno había ido construyendo sus historias, sus lazos, sus victorias y derrotas, siempre compartiendo sus vidas, pero cada uno por su lado. Así, él y yo habíamos cosechado varios y breves romances con mujeres, nunca formalizábamos. Aquello generó que a los cuarenta no hubiésemos formado una familia mientras que Claudia sí lo había conseguido a sus veinticinco. Aunque se había divorciado, luego de diez años, de Marcos, tenía a su querido hijo Tomás.

Mientras apreciaba esas miradas que seguían intercambiando, sin prestarme la menor atención en mi rol de voyeur, caí en la cuenta de que jamás había pensado en Claudia como imaginaba a otras mujeres, con placer y goce, como, por ejemplo, volvía a disfrutar de esa treintañera. Si bien debo reconocer que Claudia tiene su belleza, para mí, fue siempre como una hermana que me había permitido expresar mis emociones sin ningún tipo de tapujos como no se las hubiese podido compartir a nadie. Leo, también, en viejas charlas que habíamos tenido, me había comentado que la sentía de ese modo, hasta solía hacer chistes contra su delgadez o contra la idea de que alguno de nosotros fuese su pareja y tuviésemos un hijo mutante a causa de lo casi incestuoso de la relación.
                                                                                                                                           
Leo siempre fue un tipo jodón, divertido, que cuando nos encontrábamos tenía una sonrisa enorme y hacía ese tipo de bromas, pero, en los últimos meses, estoy seguro, lo había notado cambiado: serio, preocupado e introvertido. Ese modo de comportarse no era habitual en él. Entonces, dándole un largo sorbo al whisky, me puse a recordar la noche del fin de semana pasado en que habíamos bebido casi cinco cerveza en mi departamento de la calle Juncal para intentar sacarle el secreto que tanto lo había estado acosando, pero no había logrado quitarle ni una sola palabra. Por fin, esa noche, en que la música descubría toda su magia había logrado comprenderlo y encontrar la revelación del silencio que había estado atándolo todo ese tiempo.

Mientras repasaba nuestra historia, con la vista fija en la muchacha, el cantante no había dejado de hacer delirar a la concurrencia que coreaba como poseída. Volví a contemplar la banda de Jazz. Jaime no dejaba de sorprenderme con la energía que emanaba de su voz y actitud, quedando años luz esa primera impresión que había dejado de despojo humano. Otra gran sorpresa fue la perfecta ejecución del saxofonista, Carlos Castillo, un muchacho morrudo, con anteojos de gran tamaño y traje de etiqueta negra, que improvisaba magistralmente. Atrapado por la dolorosa y tierna música ejecutada, cerré los ojos, eché la cabeza hacia atrás y pude dejarme fluir hacia el placer y el goce profundo. El tiempo avanzaba con retardo, como si cada segundo tomase la extensión de horas, poniendo un abismo entre este momento y el inicio de la canción, la sorpresa colectiva de Torres, las miradas, Leo, Claudia. Mis oídos gozaban poseídos y furiosos como Odiseo, encadenado al mástil de su barca, habría de haber sentido al escuchar el canto de las sirenas habrían emitido a ese Odiseo mientras que sus hombres llevaban los oídos tapados por cera.

Como nada es para siempre, llegaba el clímax del tema que se cerró por un suave coro de Sarah acompañada por el saxo. Volví mi cabeza hacia adelante en el mismo momento en la música hacía sonar los últimos y dulces sones, abrí los ojos y descubrí la mano de Clara siendo acariciada, nerviosa, por la de Leo sobre la mesa. Se rozaban con ternura y suavidad, sin mirarse. Los dos observaban, abstraídos, a la orquesta, dejando que las manos se comunicasen. Me sentí incómodo y celoso ya que estaba solo y no podía, siquiera, compartir ese instante con un buen cigarrillo. Percibí que mis amigos despertaban un amor inimaginable, hechizados por la música y la voz del cantante que había reinado, todo ese tiempo atemporal, sobre los instrumentos.

Apoyé mi pera sobre mis dedos extendidos y entrelazados, como había hecho la joven minutos antes, para disfrutar ese cierre. Me puse a contemplarla con su vista perdida en Humberto Primo. Disfrutaba de su delgada figura, de su rostro delicado, de extraviados y exóticos ojos verdes. La música la bañaba de una sensualidad que me ponía fuera de mí, haciendo que mi imaginación me la mostrara seduciéndola, besándola, desnudándola y teniendo relaciones con esa canción de fondo. Tenía ganas de levantarme y sentarme con ella, pero todo se evaporó cuando la banda hizo sonar la última nota del saxo y sobrevino un segundo de silencio continuado por un estallido de aplausos.

Como saliendo de una hipnosis, aplaudí mecánicamente y volví la vista hacia Claudia y Leo que hacían lo mismo intercambiando miradas y sonrisas con cierto extrañamiento. En los ojos marrones y brillantes de ella se advertían lágrimas contenidas; en el rostro de él, una paradójica satisfacción frustrada. Instantánea e inesperadamente se habían cortado la exaltación y agitación generada por ese tema final. La orquesta se bajaba del escenario, saludando al público, hacia sus camerinos con los instrumentos. Solo quedaban, sobre aquel, el equipo que dos plomos comenzaban a guardar.

Como yo, nadie podía aceptar que todo hubiese concluido, a pesar de los aplausos y vítores se observaban rostros extrañados. ¿Habíamos vuelto a un tiempo mediocre y cotidiano? ¿Estuvimos conectados con un plano espiritual? Esas eran las preguntas que expresaban esas caras y mi propio ser. Ahora sonaba una pista de Jazz desconocida como música de ambiente. Mis dos amigos, también mostraban el mismo aturdimiento. No hacían más que elogiar a los músicos y al cantante, evitando sus miradas. Me resultó imposible disimular que sabía que entre ellos había ocurrido entre ellos en ese tema final. Sentí que los incomodaba, así que me excusé para salir a fumar. Leo me miró, saliendo de un pesado letargo, y me respondió que fuese tranquilo que pagaba y, luego, nos llevaría con su auto a nuestros hogares.

Humberto Primo estaba casi desolada. No había casi movimiento ese viernes de fin de mes. Las veredas, mojadas por la humedad levantaban un vapor que no me resultaba amigable. Era una de esas tantas madrugadas pesadas de Buenos Aires en las que uno suda parado. Más allá de algún caminante esporádico, me acompañaban dos patovicas que charlaban de anécdotas de noches pasadas en el umbral del bar. Sin prestarles demasiada atención, apoyé mi espalda sobre un auto blanco y encendí un cigarrillo. Exhalé la primera bocanada enojado por fumar en paz sin la música que minutos atrás había deleitado mis sentidos. Sin embargo, al inhalar, nuevamente, y cerrar los ojos, me puse contento imaginando a Leo besando a Claudia prometiéndose sueños que nunca habían creído posibles.

Los minutos en soledad caían y el primer cigarrillo se había acabado. Mis amigos seguían dentro del bar. Mi vista se perdió entre las estrellas y pasó por en las fachadas antiguas de las casas y restaurantes que rodeaban la Plaza Dorrego. El calor se hacía más amigable y disfrutaba de la noche. Pensando en qué tendría que seguir un largo aburrimiento si concretaban, atiné a sacar el segundo cigarrillo, pero me detuve cuando la suerte me hizo ver al cantante, Jaime Torres, saliendo del bar. Me alegraba encontrarme con aquel que minutos atrás había logrado fascinarme, quise acercarme para felicitarlo, pero, cuando iba a levantarme del auto, irrumpieron dos rubias chillando como cotorras histéricas detrás de él directamente a acosarlo.

Me quedé paralizado ante aquella imagen caricaturescamente degradada. El hombre parecía mil veces más decadente que antes de empezar a cantar. A su aspecto patético, se sumaba un cigarrillo apagado entre sus labios, los ojos grises y cansinos y su espalda jorobada.

-¡Ay, Horacio, no sabíamos que cantabas así!- gritó una de las cotorras que lo agarraba del brazo sano.

- ¡Muchachos, alguno tiene fuego!-  bramó la otra a los patovicas.

Uno contestó negativamente y el otro comenzó a palpar sus bolsillos, mientras yo observaba incrédulo, con mi encendedor en mi puño, al hombre que había enloquecido a todo un bar en esa visión tan paupérrima.

El muchacho dejó de tantear sus bolsillos y negó. El cantante, rendido, echó a andar, con el cigarrillo inerte en su boca y las dos cotorras revoloteando a su alrededor pasando por don-de estaba yo. Cuando, Jaime, resignado, iba a sacarse el cigarrillo, reaccioné, me acerqué con el encendedor y se lo encendí. Me miró, mejor dicho, me clavó unos ojos desesperados, palmeó tranquilo mi hombro y me agradeció como con un tácito auxilio en toda su expresión. Lo observé partir rendido con su séquito y acto seguido salieron mis amigos, primero Claudia y luego Leo, ambos contentos aunque manteniendo cierta distancia incomoda. Les conté lo que acababa de ocurrir y se rieron con ganas. Claudia cruzó su brazo como una novia en el mío, Leo se puso del otro costado, y fuimos en silencio hacia su auto.

El viaje de regreso fue igual a otros tantos. Claudia se sentó atrás y yo en el asiento del acompañante. Charlamos de la banda y de minucias personales hasta que dejamos a Claudia en su casa. En el recorrido restante le pregunté, como quien no quiere la cosa, a Leo qué había sucedido cuando los dejé solos en el bar.

-Nada - contestó con pena, sin siquiera sacar la mirada del camino.

Instantáneamente, le retruqué que no le podía creer, que los había visto en el recital y que estaban atrapados por la música y por sus manos, entonces me objetó lo que había presentido en ese cierre musical.

- Eso fue todo, Pedro, la magia de la música. En ese momento nos sentimos capaces de todo, más yo que ella que fui el que tomó la iniciativa. Fue como si hubiésemos mutado. En el fluir de ese instante lo único que importaba eran las emociones. Te juro que me la imaginé besándola, desnudándola y haciéndole el amor bajo una suave lluvia, hace días, meses, que venía así y no encontraba la manera de transmitirte que me enamoré de quien había considerado una amiga, una hermana del alma.- Cada palabra salía de su boca, aún observaba atento al frente,- Cuando se separó hace seis meses, empecé a verla como mujer. En esos minutos, se cambió la historia, la acomodó a mí deseo inconscientemente. Para que mentirte si lo habrás notado, las manos que se acariciaban lo hacían con un sentimiento especial. Pero la música se acabó, viejo. – Por fin me devolvió la mirada con tristeza.- Habíamos llegado los dos a mirarnos seductoramente como jamás lo habíamos hecho, pero, el fin de la canción nos hizo reencontrarnos con los mismos de siempre, nos vimos ridículos y tornamos nuestros ojos al escenario, después, vos saliste a fumar. Cuando no estuviste no pasó demasiado, recordamos viejos tiempos, me habló de cómo le iba a Marquitos en la escuela. Fue eso, nada más que la magia de la música, de esa voz que cambió todo. Un momento fugaz. Una lástima.


Llegamos hasta mi casa, lo despedí y me bajé del auto meditativo. Antes de entrar encendí otro cigarrillo, sentándome en las escaleras que conducían a la entrada y mirando cómo se alejaba el auto de Leo y comencé a intentar, revivir, inútilmente, esa magia tan lejana.

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