Juan abrió la puerta de su hogar lentamente para
disminuir el miedo que lo inundaba al pensar en lo que se encontraría del otro
lado. Sabía, perfectamente, que, después de la gran explosión, afuera, nada era como antes. Agradecía al cielo y a
todos los santos, con su Colt en mano, que su hogar hubiese resistido, que no
hubiese caído como había oído desplomarse edificios y casas vecinas.
En su casa, todos estaban bien: él, la pequeña Clara,
su rubia, tierna y bella hija de cuatro años y su esposa, Ana. Nada les había
ocurrido, pero el temor a otra explosión, y a la locura que se había desatado
en las calles, le había hecho tomar la precaución de encerrarse lo mejor
posible para que nada les sucediera.
Sin embargo ya habían pasado ocho días, los víveres se
habían acabado hacía dos y el hambre los empezaba a acosar como una bestia,
necesitaban alimentarse.
En esos días de encierro sólo habían podido enterarse
del afuera por los ruidos del exterior: balazos; gritos de niños, mujeres y hombres;
golpes y choques de autos; aullidos de perros; miles de sonidos que exasperaban
los nervios. La tele, al igual que la radio y el teléfono, habían dejado de
funcionar al instante de culminada la explosión. El encierro y la incomunicación
en ese periodo de ocho días, habían alterado el viejo humor tranquilo de Juan,
convirtiéndolo en un ser inestable y fácilmente irascible. Algunas noches, se
había despertado gritando y sudando, aterrado, nombrando a sus amigos y parientes
de los cuales no había tenido ni la más mínima noticia.
Clara, que dormía en la misma habitación que sus
padres y se levantaba de su colchón al escuchar que su padre se desesperaba y abrazándolo
con fuerzas y, entre llantos, trataban de calmarlo para que volviera a dormirse
con las canciones que alguna vez su madre le había cantado a ella para
dormirse. Cuando ya lograba serenarse, Ana le acariciaba el cabello en
silencio, sin amor, porque aquél se había agotado en los primeros tres días,
bañados de discusiones sobre qué hacer, si salir o no, si arriesgarse solo o
protegerlas. La fricción de tres días había desgastado más la relación que
décadas de casados.
Sí, Juan agradecía al cielo que estuviesen vivos, sí,
a Dios, pues antes había sido un fervoroso creyente. No obstante, ante la
reclusión, la incomunicación, el miedo y el hambre, le resultaba ridículo y
sentía tambalear su firme estructura teológica. Por esa razón, había decidido
dejar de rezar y salir a buscar el arma que había comprado y guardado en un
cajón bajo llave para seguridad familiar. Aún con sorna, recordaba cuando, al
traer la Colt al hogar, su mujer se había horrorizado y le había profetizado la
trillada frase de que “las armas las carga el Diablo”. No le dio importancia,
pues pensaba que jamás la usaría a no ser que se presentase una situación extrema.
Y así había sido, por largos años, su vida de tirador había muerto en el Tiro
Federal. Sin embargo, había llegado el momento, quizás debería disparar contra
personas para asegurar el alimento de su familia, y sintió temor ante la idea
de hacerlo si algún loco se le acercaba… si cualquiera se le acercaba… en esas
situaciones nadie era de confianza… ni el vecino.
Finalmente, la puerta se abrió por completo. Luego de
ocho días de encierro, Juan volvió a ver el cielo por primera vez sin la
obstrucción de un vidrio. Observó el firmamento azul, teñido de rosa y naranja,
el atardecer más lúgubre y colorido que podía recordar. En la calidez del
umbral, acarició el arma, sabía que su mujer y su hija estaban a resguardo,
encerradas por la segunda puerta del comedor, jamás las hubiese dejado desprotegidas.
Respiró hondo, se persignó y salió a la calle a buscar provisiones.
Todo, destruido. La soledad, total. La ciudad,
escombros. La única casa en pie, la suya. Se estremeció de terror, de tristeza
y de compasión por los muertos. Empuñó más fuerte la Colt. En las veredas,
entre grandes escombros de metal y cemento, brotaban manos bañadas en sangre,
piernas rotas, cabezas estalladas. No había ni el más mínimo rastro de vida, todo
era muerte, desierto, ruinas, chatarra de automóviles, soledad. El panorama era
un infierno. Sus ojos no tardaron en llenarse de lágrimas y las ganas de
vomitar a causa de los fétidos olores de los muertos ¿Qué hacer? ¿A dónde ir?
¿A quién recurrir? Con tal destrucción no reconocía las calles, las avenidas,
las veredas. Nada quedaba en pie, todo era muerte. Sintió, triste, que todo estaba
perdido.
Caminó desolado por varios minutos hasta poder hallar
un sitio en pie a alguien vivo. Le pareció que habían transcurrido meses, años,
siglos desde que se encerró con su familia, desde aquella última vez que había
vuelto de trabajar del banco. No comprendía cómo una explosión podía causar tal
destrucción. ¿Cuál era el fin, el maldito sentido de un ataque así si no habían
invasores ni gente viva a la que someter? ¿Habría sido algún país del norte?,
¿europeo? ¿Por qué razón había sucedido eso? ¿Por qué Dios hizo al humano tan
imperfecto y tan influenciable al poder y la guerra? Esas preguntas eran una
gran maraña sin respuestas que anidaba en su cabeza y comenzaban a enfermarlo a
medida que veía en la calle cuerpos de niños muertos, de bebés en sus carritos,
esqueléticos, rojos de sangre, plagados de moscas.
Recién, en media hora de marcha, halló, milagrosamente,
si se puede usar esa palabra dentro de ese averno, un edificio, un supermercado
en pie. El sitio tenía los vidrios rotos, había changuitos, cerca del ingreso,
volcados en el suelo. También observó cadáveres que parecían haberse dado
muerte en una querella por alimentos. Escuchó ruidos a lo lejos y sintió que
debía actuar veloz, tomar todo lo que pudiese y huir de allí para darle la triste
noticia a su familia de cuál era la situación en el exterior, en la nada.
Ingresó con la Colt en alto. Maldijo el sentir tanto
miedo por no haber disparado nunca sobre ningún cuerpo. El pensar que jamás
tendría la sangre fría ni la puntería para hacerlo bien lo preocupaba. Esto no
era un juego, no era el Tiro Federal, era la vida real y lo aterraba.
Las góndolas tenían pocos alimentos, varías cajas
estaban rotas. El supermercado era un verdadero chiquero y el olor nauseabundo
a muerte estaba muy condensado. Tomó algunos paquetes de fideos que encontró
sanos y las metió en una bolsa grande que había hallado en la caja.
El silencio que lo acosaba era horroroso e
inquietante, el único ruido perceptible era el de sus zapatos despegándose del
piso pegajoso por un líquido aceitoso y espeso que prefirió no mirar para no
vomitar nuevamente.
Dio unos pasos más para guardar unas cuantas latas de
conserva hasta que su pie chocó con un cuerpo blando que emanaba el olor más
repugnante que jamás había percibido. Dirigió sus ojos hacía el suelo y lo que
observó lo repugnó y lo aterrorizó en demasía pues un pequeño ser desnudo y de
piel rojiza, con pequeñas protuberancias en su frente y un hedor asqueroso a
azufre y putrefacción, devoraba, insaciablemente, el cráneo del cadáver que
había pisado. De golpe, el nauseabundo ser levantó la cabeza hacía él, y Juan,
presó del pánico, notó que aquél demonio no tenía ojos, su lugar lo ocupaba una
lisa capa de piel; sin embargo, tenía la absoluta certeza de que le clavaba una
mirada más que penetrante que le torturaba el alma y lo arrojaba a los márgenes
de la locura. Vio los dientes, llenos de sangre y con sesos entre ellos,
grandes colmillos escarlatas. Juan no lo dudó, sacó su arma y, sosteniéndola
con las dos manos, apuntó hacia la pequeña bestia que, emitiendo débiles
chirridos, comenzaba a reincorporarse y abandonaba a su presa en busca de carne
fresca.
Cerró los ojos, recordó las indicaciones de su
instructor en el Tiro Federal: “manos firmes, concentración y frialdad”. Tomó
aire, gatilló, pero la bala no salió, la maldita arma no estaba cargada, ¡por
qué no se había fijado en algo tan básico! Ante el fracaso, él demonio se
preparó para saltar sobre él sin titubear. Al arrojársele, Juan tuvo los
suficientes reflejos como para esquivarlo y golpearlo en el aire con la Colt.
El demonio dio contra la góndola de las latas y dio un chirrido que le taladró
las orejas que lo obligó a taparse los oídos.
Al ver que el demonio intentaba incorporarse, supo que
debía huir con los pocos alimentos que había tomado, debía escapar, lo antes
posible, de allí. Nunca había imaginado esto, había pensado que se encontraría
con algún loco que le querría sacar el alimento o con animales sueltos y
desesperados por comer que quisieran morderlo, pero jamás esto, ni en su peor
pesadilla hubiese podido haber soñado con un ser tan horripilante.
Cuando comenzó a dirigirse, precipitadamente, hacia la
puerta, mientras los chillidos del monstruo se hacían más agudos y más
enfermizos, entendió que no había ninguna escapatoria, que literalmente, se
había inmerso en la boca del demonio pues la entrada estaba plagada de
monstruos como el que había golpeado que chillaban y mostraban sus colmillos
con sed de sangre, sus cuerpos grotescos, pequeños y deformes y sus garras
preparadas para descuartizarlo. Juan, sin balas y atrapado por demonios que
querían devorarlo, sólo pudo maldecir su suerte. Pensó en su mujer y su hija
que se quedarían esperándolo y se obligó a buscar una salida por ellas. Retrocedió
rápido y pisó al demonio que se retorcía en el suelo, mientras que los demás,
como chacales hambrientos, comenzaron a correr hacia él.
Las piernas no las sentía, imbuido en adrenalina, iba
a una velocidad que jamás había imaginado. Corría entre góndolas, esquivando
ataques, pateando cabezas cual pelotas de fútbol, hasta que un demonio lo
alcanzó y le clavó sus garras en la pierna derecha. La reacción de defensa fue
inmediata, sin frenar la carrera, desprendió con fuerza hercúlea al pequeño
demonio con su brazo y lo arrojó con gran vigor contra una pared. Incomprensiblemente,
a pesar de que la herida le sangraba a borbotones, no sentía ni el más mínimo
dolor. Sólo sabía que debía buscar refugio, alguna escapatoria. Entonces, vio,
en el fondo del local, una pequeña puerta que rezaba “depósito” en letras
grandes y rojas. Se precipitó hacia ella, la abrió de una patada y se encerró,
dejando atrás un infierno de gritos y rasguños atormentadores.
Al prestarle atención al interior del nuevo sitio, se
sorprendió al encontrarse con una habitación totalmente iluminada, blanca, sin
ninguna caja de productos, sólo con un viejo barbudo vestido con harapos que lo
miraba sonriente desde el centro sentado en posición de Loto al lado de un
charco de agua y con un tablero de ajedrez enfrente con las piezas movidas.
Juan, apoyado de espaldas contra la puerta, lo observó confuso. Trabó la puerta
con el seguro, se dirigió hacia el anciano apuntándole a la cabeza con su Colt.
El linyera emanaba una calma profunda y no dejaba de sonreír a pesar de que
Juan le había apoyado el arma en la frente.
- No se preocupe, buen hombre, no le haré daño. Bajé
esa pistola descargada y charlemos un rato.
Juan bajó el arma atónito ante el comentario:
- ¿Cómo sabe que está descargada?
- Porque no escuché ningún disparo contra los
demonios.
- ¡Quién es usted! ¡Qué mierda pasa acá! ¡Qué son esos
bichos asquerosos!
El linyera amplió su sonrisa en su rostro lleno de
arrugas, movió sin prestar atención una pieza del tablero y luego sacó un
cigarrillo del bolsillo de su sucia campera y se lo extendió a Juan.
- Siéntese. Usted tendrá todas las respuestas que
quiera y mi ayuda.
Juan tomó asiento, incrédulo de sentir tranquilidad
luego de lo que había vivido y a pesar de los sonidos molestos de los demonios
del otro lado de la habitación. Tomó el cigarrillo y cuando le iba a pedir fuego,
el hombre levantó un peón que emanó una breve llama que le prendió el cigarrillo
dejándolo absorto.
- Como podrá observar, este cuerpo es mera apariencia.
Usted está aquí porque ha sido elegido para ser el salvador de los pocos que
quedan en la Tierra. La bomba que estalló, se puede decir que fue obra del
Demonio, de Satanás. Él aprovechó la locura humana para imponer su reinado de
peste y muerte y lo está logrando. No fue un ataque de ningún país, como usted
imaginaba, tampoco fue este suelo el único que sufrió las explosiones. El mundo
entero se encuentra en este estado, Satanás quiere un nuevo mundo, sin Dios y
para eso hay que destruir cada cimiento.
- ¿Qué locura es esta?
- No le parece bastante real lo que vio afuera… su
pierna está sangrando. Pero está bien, no lo culpo, debe creer que está enloqueciendo.
Pero sepa que todo es tan real como el aire que respira, como su Ana y Clara
-Juan se incomodó al escuchar en la boca del viejo esos nombres- Dios lo tiene
como arma, muchos desean su muerte. Usted es uno de los pocos hombres en el
mundo elegidos por su mano para combatir el Mal que busca su desequilibrio, su
debilidad, atormentarlo y aprovechar su pérdida de fe e intentar que cometa
errores estúpidos. Para eso estoy aquí, para ayudarlo, un mero eslabón de este
tablero de ajedrez entre Dios y el Demonio, un peón si se quiere. Usted debe
salir de aquí a proteger a su familia… mire, le mostraré algo.
El linyera escupió en el charco de agua que estaba en
el suelo y allí comenzó a crearse una imagen que reprodujo su hogar desde
afuera y las ruinas, pero algo lo alertó pues no estaba solitario como cuando
se había ido. Miles de demonios rodeaban su puerta forzándola para entrar. La
desesperación fue enorme, sus ojos mostraron locura, sed de sangre y ansias
locas y ciegas por defender a su familia. Tomó de la mano al viejo y mirándole
los engañosos ojos le suplicó ayuda. El viejo metió nuevamente su mano en el
bolsillo de la campera y sacó un cartucho de balas.
- Toma, hijo mío, mata, ayúdanos y únete a nosotros.
Juan no titubeó, miró el cartucho en sus manos, era
para su Colt. Cargó el arma y, decidido, salió hacia la puerta preparado para
llevarse por delante a cualquier demonio que se le viniese encima. Miró a sus
espaldas para agradecerle al anciano, pero al voltear ya no había nadie,
entonces pensó que lo correcto era agradecerle a Dios.
Las manos le temblaban, aún se oían los demonios del
otro lado. Debía actuar rápido, allí no podía usar las balas puesto que no
tendría con que defender su hogar, así que debía atropellarlos, usar esa
adrenalina que corría por su cuerpo. Movió el seguro de la puerta, se preguntó
cómo había hecho el linyera para desaparecer y se precipitó como un toro hacia
el interior del supermercado.
Para su sorpresa, al irrumpir en lo que había sido un
infernal recinto, no había nadie. El supermercado estaba completamente vacío.
Lo único que observaba era el desastre de la lucha que había tenido
anteriormente, pero no había rastros de demonios.
Preocupado, hundiendo sus manos en el pelo, temía haberse
vuelto loco. Recordó la soledad en la casa con su familia, el encierro, el temor,
la incomunicación, la certeza del desastre y pensó que quizás eso le había trastornado
irreversiblemente la cabeza al punto de ver visiones. Pero, no, no estaba loco,
no podía estarlo. Todo había sido real. La pierna, como le había hecho notar el
anciano, aún le sangraba, los rastros de la lucha estaban en el sitio, el hombre
muerto con el cráneo devorado estaba en el piso, la Colt estaba cargada. No, no
podía dudarlo, no estaba loco. No había tiempo que perder, era la oportunidad
de correr hacia el hogar, salvar a la familia y después a meditar sobre las
palabras del extraño linyera.
En el exterior, la noche había caído, la luna
alumbraba tenue y confusamente el desastroso panorama. Su cuerpo agitado, exhausto,
demacrado, pisaba cadáveres y escombros sin mirar, nada podía detenerlo, era un
autómata corriendo con su Colt colgando de su mano derecha y con un único
objetivo: llegar a su casa. Las sombras eran difusas, el exterior, engañoso,
pero no había tiempo para analizar, para comprobar qué era real y qué no.
El retorno no le resultó un camino complejo, puesto
que su hogar era el único que había quedado en pie. Al acercarse allí, no vio la
enorme cantidad de demonios de la imagen, sino solo a dos en la entrada que voltearon
para mirarlo con sus rostros sin ojos.
Nada había sido un sueño, nada había sido una maldita
pesadilla como hubiese deseado. Los seres repulsivos estaban a cincuenta metros
de él y no los dejaría acercarse. Levantó la mira del arma, recordó el Tiro Federal,
nuevamente la frase de su instructor venía a su cabeza: “Manos firmes, concentración
y frialdad”. Los demonios, uno pequeño y otro más grande, se acercaban hacía él
con las garras, asquerosa y amenazadoramente, tendidas como queriéndolo abrazarlo
para descuartizarlo.
Juan no lo dudó, descargó dos balazos secos en la
velocidad de la corrida que dieron en las frentes de los demonios. Se
sorprendió de la gran puntería, de su suerte, de poder matar a esas atrocidades
desde tan larga distancia. Ya estaba cerca del hogar, ya estaría con Clara y
Ana. Las defendería, las protegería, sería por siempre su guardián y podría
pensar en lo que le había dicho el linyera. Pero a cinco metros una piedra lo
hizo caer bruscamente de boca al suelo y, por primera vez, sintió un intenso
dolor en la herida de su pierna derecha.
Intentó reincorporarse, lentamente, le sangraba la
boca y tenía rota la nariz, sus ojos estaban nublosos. Con los brazos
extendidos, intentó hacer fuerza para levantar el torso pero al apoyar su mano
en el suelo, tocó el cuerpo viscoso de uno de los asquerosos demonios que había
aniquilado. Miró hacia el cuerpo repugnante esperando reencontrarse con la
horrenda imagen ya conocida del supermercado, pero sus ojos, nublados por las
lágrimas y la sangre, no le permitían distinguir bien la forma tendida y muerta.
Lo único que pudo vislumbrar fue que la piel del ser no era roja como la de los
demás.
Se acercó más, tanteó el cuerpo y sintió un cabello
largo y sedoso. Olió el aire y percibió que el aroma que despedía el cadáver no
era nauseabundo del supermercado sino otro sanguinolento mezclado con un dulce
perfume. Se fregó los ojos para intentar observar mejor aunque una mala sensación
le comenzaba a torturar el interior de su alma como un mal presagio. Luego de
sacarse el puño de sus ojos, observó la horrenda realidad.
El cuerpo tendido frente a él, con un certero balazo
en la frente, era el de la pequeña Clara. Los ojos de Juan mezclaron la sangre
con un horrible llanto, se desesperó. Pensó en el otro demonio que había
matado, que debía estar a sus espaldas y volteó. Entonces se encontró con el
cuerpo de Ana, también muerto. De repente, cuando imaginaba que había llegado
al límite de la locura, de la desesperación, del horror, el cuerpo de su mujer,
muerto, se incorporó, se sentó, torció la cabeza para clavarle unos ojos sin
pupilas y le con la voz del linyera repitió la frase tan trillada “las armas
las carga el Diablo”.