El
tren se dirigía veloz hacia Moreno en una fría tarde de junio. Sentado en el
segundo vagón, Federico leía una novela de ciencia ficción mientras escuchaba
jazz desde su celular. No esperaba que nada especial ocurriese ese día que iba
llegando a su fin, sino que se repitiese uno de sus tantos cierres monótonos y
solitarios.
Federico
hacía más de tres años que cumplía un mismo ritual, pocas veces roto (algún
cumple familiar era la única causa que podía lograrlo) que consistía en
despertarse temprano, ir a matar el tiempo en el tedioso trabajo de oficina,
cansarse, aburrirse y volver en tren, semidormido, apelmazado de gente, para
encerrarse en su refugio donde podía sentirse seguro y protegido de las
sombras, de la violencia del afuera.
Esa
tarde que daría paso a la noche en pocas horas, Federico no esperaba que, al
bajar de la estación y correr hacia el colectivo que estaba en la parada
subiendo a las personas que lo iban llenando, chocaría contra un cuerpo que
cambiaría su idea de que ese fuese un día más y, también, contra la inevitable
ruptura del ritual. Federico, en su carrera, había chocado con una bella joven:
rubia, pelo corto, ojos celestes, misteriosos, figura delgada y casi de su
estatura. Ella había caído de espaldas al suelo, logrando apoyar los codos para
evitar el golpe en la cabeza y Federico se murió de vergüenza casi cayendo
sobre ella. Por suerte, pudo reaccionar rápido, la ayudó a levantarse con
torpeza, mientras que ella lo miraba con un rostro en el que se mezclaban el
enojo, la vergüenza y una leve sonrisa.
-
Per… Perdón, señorita, no quise…
-
¡Sos un animal, para que tenés ojos! – clamó la joven entre dientes al tiempo
que Federico observaba como se iba el colectivo y pensaba en que debería
esperar media hora para el próximo.
-
Disculpe, es que se me iba el colectivo y… se fue. - notó que uno de los codos
de la joven estaba sangrando y que ella aún no se había percatado. - ¿Tenés
alcohol en gel o Pervinox? Tenés lastimado.
Ella
se miró el codo derecho con impresión y negó con la cabeza.
-
Te puedo acompañar a la farmacia de acá a una cuadra si no te molesta.
La
mujer pareció desconcertada ante estas palabras y, ahora, su rostro reflejaba
un comienzo de confianza. Se sacudió la parte trasera del pantalón, se acomodó
la cartera en el hombro y asintiendo dijo:
-
Vamos.
Fueron
dos cuadras bastante silenciosas. Ninguno de los dos se animaba a romper el
hielo. Él sentía su cuerpo temblar. Lo primero que se compartieron fueron los
nombres, así Federico supo que ella se llamaba Irina, también, que vivía por la
zona. Él no se hallaba en su mejor día para establecer vínculos así que tampoco
insistió en buscar mucha más información. Pero la miraba mucho, profundamente,
había algo especial en ella que no entendía, que no lograba desentrañar y que,
quizás, no debía ser entendido con la cabeza.
En
la farmacia adquirieron los productos y, fuera de allí, Irina le pidió a
Federico que la ayudase a limpiarse a lo cual accedió sin problemas. Cuando
finalizó su tarea, la despidió con un beso en la mejilla pensando que era una
bella mujer que solo vería en ese instante y nunca más, sintió un vértigo
inexplicable. Los dos cruzaban la calle para, luego, seguir diversos rumbos
mirándose a los ojos.
-
¿No querés tomar un café? Yo tengo un rato libre.
Federico
no lo dudó, aceptó la propuesta y se dirigieron hacia un bar que quedaba en la
esquina. Se sentaron frente a frente, el mozo se acercó veloz y pidieron dos
cortados en jarrito.
Irina
comenzaba a soltarse más en la charla. Le comentó que tenía veinticinco años
(siete menos que él), que trabajaba en un laboratorio como técnica bióloga.,
que estaba en pareja hacía dos años, que estaba en un período complejo de su
vida y que le interesaba todo lo referente a los astros. Federico no podía
creer como iba encontrando el encanto de ella en cada palabra, en sus gustos y
disgustos, como se perdía en esos ojos celestes que observaba hipnotizado.
Ella
sacó el primer cigarrillo que inició la bruma que cubría sus rostros creando un
sinuoso espacio. Sus miradas se cruzaban, por momentos, penetrantes, por otros,
esquivas. Se miraban, hablaban, se degustaban, se medían, se seducían, se
tanteaban con las palabras. A Federico le empezó a gustar locamente. Ambos
entendían que comenzaba un juego, de retóricas, de posturas y gestos. Entonces,
cayó, como una piedra, en Federico, ese dato sobre su vida que le había dado
Irina, en el momento previo a comentarle que tenía una relación muy unida con
su madre, no así con su padre, de que estaba de novia. Eso, ahora, le sonaba como
una cruel burla ya que se moría de ganas por besar esos labios que le hablaban
y reían. Los veía embobado, pero no quería robarle un beso, se lo quería ganar.
Lo
peor de todo sobrevino cuando ella le habló directamente de su novio, de sus
problemas. Pudo escuchar, pero evitó los comentarios. Sentía un nudo en la
garganta y se dio cuenta de que ella lo había notado, ella parecía notar todo.
Se
hacía tarde, habían perdido la noción del tiempo y ya eran las nueve de la
noche. Irina anunció que debía irse. Federico sintió el temor de perder esa
oportunidad. Escuchó a su impulso y le dijo lo que sentía por ella. Irina, se
sonrojó, respondió, primero, con un hondo silencio. Luego, le dijo que le
encantaría probar en un futuro, que era extraño que sintiese eso con un recién
conocido, pero aún debía resolver sus asuntos y ella no era de dejar a un
hombre para correr a los brazos de otros. Por otro lado, le agradaba ese juego
que se había generado que lo convertía en secreto. Federico sonrió y levantó la
mano para llamar al mozo, al cual le pagaron la cuenta en silencio ya que las
miradas eran lo único que podían transmitir lo que a las palabras les era
inexpresable en ese plano en el cual se transitaba el dolor de la despedida.
Antes
de partir, se pidieron el número de sus celulares para estar en contacto. Él le
dijo que contase con él si lo necesitaba, que, aunque no fuese su amigo, pues
odiaba las etiquetas, si ella lo precisara le daría una mano. Irina le sonrió y
se despidieron con un fuerte abrazo que cerró el encuentro.